El pétreo rostro del preso no dejaba entrever la furia que sentía hacia su carcelero. Su mirada parecía perdida, pero en verdad se concentraba en disimular el odio que le carcomía las entrañas por miedo a las posibles represalias.
Por el contrario, el semblante
del carcelero lucía sonrosado, rechoncho y con una sempiterna sonrisa brillante
a causa de la saliva que nunca limpiaba de su boca. Su inocente expresión
contrastaba con la inmensa fuerza de la que se vanagloriaba. Si se lo hubiese
propuesto, habría podido partir el cuerpo del preso con sus manos.
Los dos estaban frente a frente,
separados únicamente por la pared transparente de la celda, parecían querer
adivinar, sin éxito, lo que el otro estaba pensando en ese instante.
Solo llevaba unas horas
encarcelado, aunque para el preso parecían días. Se sentía débil y empezaba a
pensar que no iba a durar mucho en esas condiciones. Además, estaban los
agujeros. Desde que el carcelero lo había capturado, no había dejado de cavar orificios
alrededor de su celda. Se entregaba a ello como si no hubiera nada más
importante y solo dejaba de prestar atención a su trabajo para lanzar furtivas
miradas al preso, siempre acompañadas de una estúpida sonrisa. ¿Qué clase de
tortura psicológica estaba empleando? ¿Acaso iba a enterrarlo vivo o solo
quería infundirle temor sobre su futuro? El preso estaba desquiciado ante tanta
duda y se golpeaba una y otra vez con las paredes que lo rodeaban.
Por su parte, el carcelero
parecía jactarse ante la desesperación de su presa y aporreaba con sus rollizos
dedos aquellas zonas de la pared dónde este golpeaba con su cabeza. Click,
click, click. Repicaban los dedos del carcelero. Click, click, click.
Resonaba en la cabeza del preso.
—¡Ehh!
El preso alzó la vista ante el
repentino cambio de sonido y lo que vio casi consiguió alterar su imperturbable
expresión. Si su carcelero ya le parecía una mole imponente, el ser que había
aparecido a su lado era capaz de hacerle sombra. Doblaba su estatura, triplicaba
su corpulencia y, por si fuera poco, tenía totalmente amedrentado al carcelero.
No lograba entender sus palabras, pero por los aspavientos de brazos y los
gritos no debía de tratarse de una charla muy agradable.
El ser materializado de la nada
volvió a desaparecer del campo de visión del preso como si nunca hubiese estado
allí, dejando de nuevo, frente a frente, a captor y presa. Ahora el carcelero
ya no sonreía, sino que apretaba la mandíbula en un vano intento de contener su
ira, lo que provocó que aumentase sobremanera el miedo del preso.
Por un instante, las miradas de
ambos se cruzaron y el carcelero pareció tomar una decisión. Estiró los brazos
hacia la pared transparente y, haciendo uso de toda su fuerza, levantó la celda
y arrojó su contenido al mar.
El caballito de mar, junto con el
agua que contenía el bote de cristal, trazó un arco que emitió destellos de
colores antes de volver a unirse con la enorme masa de agua. El animal, ahora
libre, tardó unos segundos en recobrarse y boqueó aliviado. Debía huir lo más
rápido posible antes de que su carcelero se arrepintiera, no obstante, lanzó
una última mirada en su dirección. Extrañamente, ya no le parecía el despiadado
monstruo que se le había antojado minutos atrás, incluso creyó ver una lágrima
resbalar por su rechoncho rostro.
El niño, pala en mano, sorbió con
fuerza en un fútil intento de contener las lágrimas. Sabía que su madre tenía
razón y que había hecho lo correcto al devolverlo al mar, sin embargo, no por
ello se sentía mejor. Permaneció varios minutos de pie en la orilla, sintiendo
el cosquilleo que le producían las pocas olas que llegaban hasta él y contemplando
la espuma del lugar en el que había caído el caballito. Con las últimas
burbujas de la superficie vio cómo también desaparecía la única oportunidad que
había tenido ese verano de hacer un amigo.