miércoles, 20 de julio de 2022

Una cárcel de cristal

El pétreo rostro del preso no dejaba entrever la furia que sentía hacia su carcelero. Su mirada parecía perdida, pero en verdad se concentraba en disimular el odio que le carcomía las entrañas por miedo a las posibles represalias.

Por el contrario, el semblante del carcelero lucía sonrosado, rechoncho y con una sempiterna sonrisa brillante a causa de la saliva que nunca limpiaba de su boca. Su inocente expresión contrastaba con la inmensa fuerza de la que se vanagloriaba. Si se lo hubiese propuesto, habría podido partir el cuerpo del preso con sus manos.

Los dos estaban frente a frente, separados únicamente por la pared transparente de la celda, parecían querer adivinar, sin éxito, lo que el otro estaba pensando en ese instante.

Solo llevaba unas horas encarcelado, aunque para el preso parecían días. Se sentía débil y empezaba a pensar que no iba a durar mucho en esas condiciones. Además, estaban los agujeros. Desde que el carcelero lo había capturado, no había dejado de cavar orificios alrededor de su celda. Se entregaba a ello como si no hubiera nada más importante y solo dejaba de prestar atención a su trabajo para lanzar furtivas miradas al preso, siempre acompañadas de una estúpida sonrisa. ¿Qué clase de tortura psicológica estaba empleando? ¿Acaso iba a enterrarlo vivo o solo quería infundirle temor sobre su futuro? El preso estaba desquiciado ante tanta duda y se golpeaba una y otra vez con las paredes que lo rodeaban.

Por su parte, el carcelero parecía jactarse ante la desesperación de su presa y aporreaba con sus rollizos dedos aquellas zonas de la pared dónde este golpeaba con su cabeza. Click, click, click. Repicaban los dedos del carcelero. Click, click, click. Resonaba en la cabeza del preso.

—¡Ehh!

El preso alzó la vista ante el repentino cambio de sonido y lo que vio casi consiguió alterar su imperturbable expresión. Si su carcelero ya le parecía una mole imponente, el ser que había aparecido a su lado era capaz de hacerle sombra. Doblaba su estatura, triplicaba su corpulencia y, por si fuera poco, tenía totalmente amedrentado al carcelero. No lograba entender sus palabras, pero por los aspavientos de brazos y los gritos no debía de tratarse de una charla muy agradable.

El ser materializado de la nada volvió a desaparecer del campo de visión del preso como si nunca hubiese estado allí, dejando de nuevo, frente a frente, a captor y presa. Ahora el carcelero ya no sonreía, sino que apretaba la mandíbula en un vano intento de contener su ira, lo que provocó que aumentase sobremanera el miedo del preso.

Por un instante, las miradas de ambos se cruzaron y el carcelero pareció tomar una decisión. Estiró los brazos hacia la pared transparente y, haciendo uso de toda su fuerza, levantó la celda y arrojó su contenido al mar.

El caballito de mar, junto con el agua que contenía el bote de cristal, trazó un arco que emitió destellos de colores antes de volver a unirse con la enorme masa de agua. El animal, ahora libre, tardó unos segundos en recobrarse y boqueó aliviado. Debía huir lo más rápido posible antes de que su carcelero se arrepintiera, no obstante, lanzó una última mirada en su dirección. Extrañamente, ya no le parecía el despiadado monstruo que se le había antojado minutos atrás, incluso creyó ver una lágrima resbalar por su rechoncho rostro.

El niño, pala en mano, sorbió con fuerza en un fútil intento de contener las lágrimas. Sabía que su madre tenía razón y que había hecho lo correcto al devolverlo al mar, sin embargo, no por ello se sentía mejor. Permaneció varios minutos de pie en la orilla, sintiendo el cosquilleo que le producían las pocas olas que llegaban hasta él y contemplando la espuma del lugar en el que había caído el caballito. Con las últimas burbujas de la superficie vio cómo también desaparecía la única oportunidad que había tenido ese verano de hacer un amigo.