miércoles, 7 de agosto de 2019

Los niños olvidados: Prólogo

Abre el blog y sopla. Una nube de polvo se levanta. Varios estornudos se suceden hasta que puede empezar a escribir.

Pues sí que hacía tiempo que no publicaba en el blog :)

El caso es que creo que no hay nada mejor para retomar este blog que empezar con la noticia de que ya he terminado la segunda parte de El museo de la lluvia. (¿Oigo una ovación o son maldiciones por lo bajo?).

Esta segunda parte se titula Los niños olvidados y para poner un poco de miel en los labios de las personas interesadas en leerla, he pensado en dejar por aquí, de forma altruista, el prólogo del libro.

Le he dado unas cuantas vueltas (tal vez unos cientos de miles) y creo que sería la versión definitiva, aunque siempre puede cambiar alguna palabra, frase, párrafo... o prólogo entero. Si cambia mucho, al menos tendréis una versión alternativa de lo que podría haber sido.

No me quiero enrollar, así que sin más preámbulos os dejo a continuación el prólogo de mi próxima novela (espero que bastante próxima) Los niños olvidados.

¡No olvidéis dejar vuestros comentarios y opiniones! ¡Espero que os guste...y que os deje con ganas de más!


El niño estaba desnudo y aterrorizado. Sus ojos parecían querer escapar de las órbitas que los aprisionaban y miraban inquietos en todas direcciones en pos de una salida. La luz se reflejaba sobre la capa de sudor que recubría su frente y los dientes le castañeaban de tal forma que le costaba oír sus propios pensamientos. Aun así, en un arrebato de orgullo, intentaba mostrarse tranquilo lanzando preguntas al aire en busca de alguna respuesta que le reconfortara.  
El hombre vestido de blanco se bajó la mascarilla que le cubría boca y nariz e intentó tranquilizarlo con palabras amables y una voz suave, pero el niño era incapaz de controlar su cuerpo. Las correas que lo mantenían atado a la camilla tampoco ayudaban a crear un ambiente alentador. Sin embargo, en el fondo, el niño sabía que todo era por su bien. Al menos, no dejaba de repetírselo una y otra vez en su mente, incluso en voz alta, para que se oyese por encima del repiqueteo dental, pero nada conseguía aplacar el miedo que le atenazaba el estómago.  
Un ligero temblor recorrió el cuerpo del niño y pronto dio paso a unas notables convulsiones que impedían al hombre de blanco realizar su trabajo. Su única salida fue administrar un calmante para ayudar al chico a relajarse.  
Con la jeringuilla en una mano, el hombre se colocó al lado del niño y empezó a acariciarle el cabello con lo que parecía un muñón mientras tarareaba una canción infantil en una lengua desconocida para el joven paciente. La melodía no impidió que el niño emitiera un agudo chillido al notar la aguja penetrando en su piel, aunque este fuese fruto del miedo más que del daño producido.  
Poco a poco, el niño sintió como su cuerpo se relajaba y empezaba a olvidar las turbaciones que momentos antes colmaban su mente. Los temblores disminuían y los párpados le pesaban. Todo era por su bien. La frase seguía sonando en su cabeza, como un mantra, cada vez más flojo, cada vez más lejos. Finalmente cayó dormido y sus miedos regresaron en forma de una pesadilla llena de camas con cadenas y níveos monstruos con afiladas garras que cercenaban su piel.