viernes, 16 de junio de 2017

Escribir sin pensar

Escribir sin pensar, dejándome llevar. Caliento motores con frases cortas mientras voy cogiendo impulso. Acelero. Me disparo y comienza la retahíla imparable de palabras que se atropellan las unas a las otras desde mi cerebro hasta la punta de mis dedos en una autovía formada por impulsos eléctricos. El teclado sufre ante tal avalancha de golpes. Quiero escribir lo más rápido que pueda para que el torrente de ideas inunde mi mente y me deje incapaz de pensar, de sentir, de recordar y de crear historias absurdas que enmascaran mi vida.

Es un paréntesis para una mente que no para de crear mentiras, un deporte para mi alma porque entreno la capacidad de encadenar ideas sin dedicar tiempo a pensar en su coherencia, casi sin respirar, acelerando un pulso imaginario. Añado un punto y paso a otra cosa. Sinespacios.

Casi no recordaba lo que uno sentía al no pensar en algo que te cree dolor, a mantener dormido o tal vez embobado al monstruo que habita en mi interior. Al monstruo que solo se alimenta de deseos inalcanzables, deseos vergonzosos, innombrables. Basta. Solo con nombrarlo el monstruo puede despertarse y no quiero eso. En verdad nadie lo quiere y yo asumo la responsabilidad de domarlo, de tranquilizarlo, de dejarlo sin esperanza de llegar a nada. Matando al monstruo tal vez mate un poco de mí, pero mejor eso que dejarlo libre, campando a sus anchas y creando un caos brutal.

Prefiero dejarlo en su cueva, aislado.

Es curioso como Alicia buscaba la madriguera del conejo para adentrarse en ella y tal vez no salir nunca. El monstruo interior de Alicia era blanco, suave y siempre llegaba tarde. El mío es oscuro, informe y no soportarías mirarlo a los ojos.

A mí también me gustaría entrar en la madriguera, como Alicia, y dejarme arropar mientras observo la inmaculada sonrisa del gato de Cheshire. Sería idílico. Es utópico.

A veces me asomo y quedo absorto ante las atrayentes ilusiones creadas por mi imaginación. Es tan dulce dejarse llevar… tan fácil. Podría pasarme horas asomado a esa madriguera, contemplando la sonrisa que nunca desaparece del todo y que cuando lanza palabras al azar, para su propia diversión, no puedo evitar retorcerlas para obtener aunque sea una mísera gota de la suave fragancia del cariño, del afecto e, incluso, los días que me siento más osado, de amor.

Otras veces, las menos, me envalentono y estiro la mano dentro de la madriguera para tocar aquello que me es prohibido. Jamás sentí mayor júbilo. Pareciera que el gato me contagiara su sonrisa, y más cuando se cruzaban nuestras miradas. Es una auténtica droga y como tal, cuando no la tienes, te destruye, te corroe y no puedo dejar de mirar el móvil ansiando el destello rojizo de la posibilidad, remota, de que el gato me sonría de nuevo. A mí, únicamente a mí, porque soy así de egoísta, de avaricioso y de pretencioso. Pero en verdad no soy yo, o al menos no todo mi yo. Es el monstruo que desea, que ambiciona recluirte entre sus brazos sin comprender que eres libre, que eres un don de la humanidad que solo puede mantener su esencia manteniendo su libertad. Por suerte, siempre acabas desapareciendo y el monstruo vuelve a su cueva cansado, triste, solamente con el recuerdo fugaz de tu sonrisa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario