Te abrazo y es entonces cuando tu fragancia inunda
todo mi ser. Beso tus párpados, despacio, casi sin rozarte con los labios, para
después apoyar mi frente contra la tuya y deslizar lentamente mi cara por tu
mejilla, tu boca, tu cuello, hasta dejar mi cabeza en tu hombro y así poder
mirarte. Cuantas veces me habré dormido de esta forma, repitiendo el mismo
ritual noche tras noche, tras gozar el uno del otro, sin pensar en otra cosa
que no fuese explorar hasta el más recóndito lugar de nuestro cuerpo. Alimentándonos,
insaciables, a partir del alma del otro hasta que el agotamiento nos vencía y acabábamos
rendidos, abrazados, tal y como ahora estamos.
Sonrío
con sólo pensar en cada uno de esos momentos. Te miro y te veo tan relajado,
tan tranquilo, que pienso que es irreal. Deslizo mi dedo índice por la camisa de
tu pijama, siguiendo las líneas zigzagueantes de su dibujo para ir subiendo
lentamente hasta tu cara y una vez allí, comienzo a jugar con el vello de tu
barba. A juzgar por cómo te ha crecido, creo que debemos de llevar dos o tres
días sin salir de esta habitación, no lo sé, he perdido totalmente la noción
del tiempo, y en verdad no me importa. Lo único que me importa eres tú.
Continúo acariciándote con mi dedo, siguiendo con la mirada cada centímetro que
recorro para poder grabarlo a fuego en mi memoria. Acaricio tu nariz, hasta
detenerme en una pequeña fractura, la que te hiciste hace años en aquel
partido, antes de conocernos, cuando éramos unos críos y te dedicabas a
perseguir cualquier falda que pasase por tu lado. O al menos eso me dices
siempre que quieres molestarme, y yo, tonta de mí, no puedo evitar sentir celos
de unas niñas que ni si quiera sé si han existido.
Sigo
paseando mi dedo por tu rostro hasta llegar a uno de tus ojos que bordeo
delicadamente para acabar jugando con tus pestañas. Tal vez no pueda verlo ahora
mismo, pero su intenso azul es algo que no podré olvidar nunca. Fueron tus ojos
los que me hicieron caer rendida ante ti el día que nos conocimos, la forma en
que me sonreías con la mirada, y en la que, cuando te hablaba, tú te mantenías
callado, mirándome fijamente, casi sin pestañear, hasta hacerme sentir que
podías entrar en mis más íntimos pensamientos. Y en verdad creo que así fue,
cuando, después de pasar horas hablando en la cafetería y de insistir hasta el
cansancio en acompañarme hasta el mismo portal de mi casa, me dijiste que, aún
sin creer en el amor a primera vista, en unas pocas horas yo había conseguido
despertar en tu corazón un sentimiento que no sabías que existía. Desde ese día
hasta hoy he sido la persona más feliz del mundo. Porque hoy sigo siendo feliz
abrazada a tu lado.
Siento
un escalofrío, y no sé si debido a que no como desde que entramos a esta
habitación o a que tu cuerpo empieza a desprender menos calor. Te miro y no
puedo contener una pequeña lágrima que se desliza por mi rostro hasta llegar a
tu pijama. No dejo de pensar en lo rápido que ha sucedido todo, en como un
instante puede cambiar para siempre una vida, o mejor dicho, nuestras vidas,
porque desde ese instante nada ha sido igual para ninguno de los dos. Me mareo
sólo de pensar en como todo puede venirse abajo de una forma tan drástica, en
como nuestro futuro, nuestros sueños y aspiraciones pueden verse truncadas en el
tiempo equivalente a un pestañeo. Un pestañeo que supone la diferencia entre
estar mirando tus ojos azules mientras conducías camino a casa y verte postrado
en esta cama, rodeado de tubos y sin esperanza de que vuelvas a sonreírme con
la mirada.
Participante en el I Certamen Literario Diario de Mujeres de http://diariodemujeres.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario